La Princesa y el Sapo
Morir
»Otro rayo de luz traspasó el telón de fondo y pareció fundirlo para revelar a una joven de
pie y solitaria al fondo del escenario. Era majestuosamente alta y estaba coronada por una
voluminosa masa de cabellos dorados. Pude sentir el temor de la audiencia cuando pareció
flotar en la luz y el bosque lúgubre creció y ella pareció perdida entre los árboles. Estaba
perdida, y no era una vampira. Las manchas de su camisa y de su falda sucia no eran de
pintura de decorado, nada había tocado su cara perfecta, que ahora miraba a la luz, tan
hermosa y finamente cincelada como la cara de una virgen de mármol. Su pelo era un velo
aureolado. No podía ver en la luz, aunque todos la podíamos ver a ella. Y el gemido que
dejaron escapar sus labios pareció emitir un eco por encima del cántico agudo y romántico de
la flauta, que era un tributo a su belleza. La figura de
pálido rayo de luz y se dio vuelta para contemplarla tal como la había visto el público. Y estiró
su mano libre con reverencia.
»El sonido de la risa desapareció antes de llegar a consumarse. Ella era demasiado
hermosa, sus ojos estaban demasiado compungidos. La actuación era perfecta. Y,
súbitamente, la máscara fue arrojada a un costado y
blanco brillante; sus manos rápidas se retocaron el pelo negro, enderezaron su abrigo, se
limpió unas pelusas imaginarias en las solapas.
las facciones luminosas, las mejillas relumbrantes, los agudos ojos negros, como si todo fuera
una magistral ilusión, cuando, en realidad, se trataba simplemente, y sin duda alguna, del rostro
de un vampiro, el mismo vampiro que me había atacado en el Barrio Latino, ese vampiro de
sonrisa maligna, brutalmente iluminado por el foco amarillo.
»Mi mano buscó las de Claudia en la oscuridad y se las presioné suavemente. Pero ella se
quedó inmóvil, fascinada. El bosque del escenario, a través del cual esa indefensa muchacha
miraba ciegamente hacia donde oía las risas, se dividía en dos mitades fantasmagóricas,
alejándose del centro, dejando espacio libre al vampiro para que se pudiera acercar a ella.
»Y ella, que había avanzado hacia los focos, lo vio de improviso y se detuvo en seco,
gimiendo como una niña. Por cierto, era muy parecida a una niña, aunque claramente ya era
una mujer. Únicamente una mínima arruga bajo los ojos denunciaba su verdadera edad. Sus
pechos, aunque pequeños, tenían una bella forma bajo la blusa; y sus caderas, delgadas,
daban a su falda sucia y arrugada una angularidad sensual y pronunciada. Mientras quería
alejarse del vampiro, vi que tenía lágrimas en los ojos a la luz de los focos. Y sentí miedo por
ella. Su belleza era sobrecogedora.
»Detrás de ella, de pronto surgieron de la oscuridad unos cráneos pintados; y las figuras
que llevaban las máscaras, invisibles en sus trajes negros, sólo mostraban las blancas manos
agarradas al borde de una capa, a los pliegues de una falda. Allí había vampiras y avanzaron
junto a sus compañeros sobre la víctima. Y entonces, todos ellos, uno por uno, se quitaron las
máscaras, que cayeron en una pila, donde las calaveras siguieron sonriendo a la oscuridad del
techo. Y allí se quedaron, siete vampiros; ellas eran tres, y sus pechos asomaban, de un blanco
brillante, sobre el traje ajustado y negro; sus rostros eran duros y luminosos, y miraban con ojos
negros debajo de rizos de pelo negro. Sorprendentemente hermosas, parecieron flotar
alrededor de la rosada figura humana; eran pálidas y frías comparadas con aquel reluciente
cabello rubio, y aquella piel como los pétalos. Pude oír la respiración del público, los suspiros
entrecortados, suaves.
»Era un espectáculo ese círculo de rostros blancos acercándose cada vez más a la bella; y
la figura principal, esa Muerte, dirigiéndose entonces a la audiencia con las manos cruzadas
sobre el pecho, la cabeza inclinada solicitando su simpatía: ¿Acaso ella no era irresistible?
Hubo un murmullo de risas cortadas de suspiros.
»Pero la joven fue quien rompió el mágico silencio:
»—No quiero morir... —murmuró. Su voz fue como una campana.
»—Nosotros somos la muerte —respondió él.
»Y a su alrededor resonó una palabra:
»—Muerte.
»Ella se dio vuelta y su pelo se convirtió en una verdadera lluvia de oro, algo lujurioso y vivo
sobre el polvo de sus pobres vestimentas.
»—¡Ayudadme! —imploró, pero suavemente, como si temiera levantar la voz—. Alguien...
—dijo a la multitud, pues debía saber que estaba allí.
»Claudia lanzó una leve carcajada. La chica en el escenario apenas comprendía dónde se
hallaba, o lo que le estaba sucediendo, pero sabía infinitamente más que la gente que la
miraba asombrada desde la platea.
»—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!
»Se le entrecortó la voz y fijó los ojos en el jefe alto y malévolo, el vampiro, ese demonio
juguetón que ahora salió del círculo de los demás para acercarse a ella.
»—Todos morimos —le dijo él—. Lo único que compartes con todos los demás mortales es
la muerte. —Su mano señaló los rostros distantes de la platea, de los palcos, de las gradas.
»—No —protestó ella, incrédula—. Me quedan tantos años, tantos años... —Su voz
enmudeció en su dolor. Eso la hizo irresistible, al igual que el movimiento de su garganta
desnuda y las manos que temblaban en el aire.
»—¡Años! —dijo el vampiro principal—. ¿Cómo sabes que tienes tantos años? ¡La muerte
no respeta las edades! Ahora
puede haber una enfermedad en tu cuerpo, algo que ya te está devorando desde adentro.
O, afuera, ¡un hombre puede acechar para matarte simplemente debido a tu pelo rubio! —y sus
dedos se extendieron en su dirección y resonó el sonido de su voz profunda, sobrenatural—.
¿Necesito decirte ahora lo que te depara el destino?
»—No me importa... No tengo miedo —protestó ella con una voz frágil—. Correría riesgos...
»—Y si corres riesgos y vives durante años, ¿cuál sería tu destino? ¿El aspecto maltrecho y
desdentado de la vejez?
»Y entonces le levantó el cabello dorado y mostró la garganta pálida. Y lentamente tiró de la
cinta que ataba el frente de la camisa. La tela barata se abrió, las mangas cayeron de sus
hombros delicados y sonrosados y ella levantó las manos, pero él la agarró de las muñecas y
se las separó violentamente. La audiencia pareció dar un suspiro al unísono; las mujeres detrás
de sus binoculares, los hombres inclinándose hacia adelante en sus butacas. Pude ver caer la
ropa, ver la piel pálida y palpitante y los pequeños pezones que dejaron caer precariamente el
género, y el vampiro aferrado a su muñeca izquierda, y las lágrimas bajando por las mejillas,
los dientes mordiendo los labios.
»—Con la misma seguridad con que ahora esta piel es sonrosada, se volverá gris y
arrugada con el tiempo —dijo él.
»—Déjeme vivir —rogó ella, y su rostro evitó el de él—. No me importa... no me importa lo
que dice.
»—Pero, entonces, ¿qué te importa si te mueres ahora mismo? ¿Esas cosas acaso no te
aterrorizan, esos horrores?
»Ella sacudió la cabeza, sorprendida, vencida, indefensa. Sentí en las venas tanta furia
como pasión. Con la cabeza gacha, ella había asumido toda la responsabilidad de defender su
vida. Era injusto, monstruosamente injusto que ella tuvi era que enfrentar su lógica a la de él
para defender lo que era obvio y sagrado y tan hermosamente corporizado por ella misma.
Pero él la dejó ahora sin palabras; hizo que su instinto abrumador pareciera pequeño,
confundido. Pude sentir que ya se moría interiormente y odié a ese vampiro.
»La blusa cayó hasta la cintura. Un murmullo resonó entre la multitud fascinada cuando
quedaron a la vista sus pechos pequeños y redondos. Ella trató de liberar su muñeca, pero él
se la mantuvo agarrada.
»—Y supongamos que te dejamos ir... Supongamos que el Maldito Segador tiene un
corazón que no puede resistir tu belleza... ¿A quién entonces debería dirigir su pasión? Alguien
debe morir en tu lugar. ¿Elegirías tú misma a la persona indicada? La persona que vendría
aquí y sufriría tal como tú sufres ahora. —Señaló a la audiencia; la confusión de la joven era
terrible—. ¿Tienes una hermana..., una madre..., una hija?
»—No —respondió ella—. No... —y sacudió los cabellos.
»—Sin duda alguien debe tomar tu lugar. ¿Una amiga? ¡Elige!
»—No puedo. No lo haría... —respondió, mientras se contorsionaba tratando de liberarse.
Los vampiros a su alrededor la observaban, inmóviles, sus rostros seguían sin mostrar la
menor emoción, como si la carne sobrenatural estuviera hecha de máscaras.
»—¿No puedes? —se burló él; y supe que si ella decía que sí, él la condenaría, diría que
era pérfida por sentenciar a alguien a la muerte, diría que ella se merecía su suerte—. La
muerte te espera en todas partes —aseguró él entonces, y suspiró como si, de repente, se
sintiera frustrado. La audiencia no lo pudo percibir, pero yo sí. Pude ver que se le estiraban los
músculos de la cara pulida. Trataba de que ella fijara sus ojos en los suyos, pero ella pareció
estar desesperada, aunque esperanzadamente distante de él. En el aire cálido y ascendente
pude oler el polvo y el perfume de la piel de la muchacha, oír el latido suave de su corazón.
»—La muerte inconsciente: el destino de todos los mortales. —Se acercó a ella, agachado,
enloquecido por ganarla pero receloso—. Humm, ¡pero nosotros somos la muerte consciente!
Eso te transformaría en una novia. ¿Sabes lo que significa ser amada por
preguntó, y casi la besó en el rostro, que resplandecía por las lágrimas—. ¿Sabes lo que
significa que
»Ella lo miró, aturdida por el terror. Y entonces sus ojos parecieron humedecerse, sus labios
parecieron perder fuerza. Miraba detrás de él a la figura de otro vampiro que había aparecido
lentamente de las sombras. Durante largo rato, había permanecido apartado del grupo, con las
manos cerradas y los grandes ojos negros inmóviles. Su actitud no era una actitud de hambre.
No parecía estar en trance. Pero ella lo miraba a los ojos y su dolor la bañaba con una luz
hermosa, una luz que la hacía irresistiblemente atractiva. Eso era lo que mantenía en suspenso
al público, ese dolor terrible. Yo podía sentir la piel de ella, sentir sus pequeños pechos erectos,
sentir que mis brazos la acariciaban. Entrecerré los ojos y la vi deslumbrado contra esa
oscuridad privada. Era lo que sentían todos los que estaban a su alrededor, esa comunidad de
vampiros. Ella no tenía la menor oportunidad de salvación.
»Y entonces, volviendo a abrir bien los ojos, la vi brillar a la luz humosa de las lámparas, vi
sus lágrimas como oro cuando, suaves, resonaron las palabras que pronunció el vampiro que
se mantenía a distancia:
»—Nada de dolor.
»Pude ver que el actor se ponía rígido, pero nadie más podía verlo. Ellos únicamente verían
el rostro suave e infantil de la muchacha, esos labios entreabiertos, paralizados por la sorpresa
inocente mientras miraba al vampiro distante; escucharon que ella repetía sus palabras:
»—¿Nada de dolor?
»—Tu belleza es un regalo para nosotros. —Su voz sonora y rica llenó sin esfuerzo la sala y
pareció fijar y reducir la creciente ola de excitación.
»El actor retrocedió y se transformó en uno de aquellos rostros blancos, pacientes, cuya
hambre y ecuanimidad era extrañamente unánime. Ella estaba lánguida, olvidada ya su
desnudez, con los párpados en movimiento, y un suspiro escapó de sus labios húmedos:
»—Nada de dolor —repitió.
»Yo apenas podía soportar la visión de su entrega, verla morir ahora ante el poder del
vampiro. Quise avisarle a gritos, romper el hechizo. Y la deseé. La deseé mientras él se le
acercaba, con su mano extendida hacia la falda, y ella inclinada ante él, con la cabeza ladeada
y la ropa negra resbalando por sus caderas, sobre el brillo dorado del pelo entre sus piernas —
una niña agachada, con aquel vello delicado— y cayendo finalmente a sus pies. El vampiro
abrió los brazos, de espaldas a las luces centelleantes, y su pelo negro pareció temblar cuando
el dorado de ella cayó sobre su abrigo negro.
»—Nada de dolor..., nada de dolor —murmuraba él, y ella se entregaba.
»Y entonces, moviéndola lentamente a un costado para que todos pudieran contemplar su
cara serena, él la levantó; ella arqueó la espalda cuando sus pechos tocaron los botones del
abrigo, y sus pálidos brazos rodearon el cuello del vampiro. Ella se crispó y gritó cuando él le
hundió los dientes, y su cara quedó inmóvil mientras el teatro reverberaba con esa pasión
compartida. Su mano blanca relumbró sobre las nalgas rosadas, y el cabello de ella lo acarició.
Él la levantó del suelo mientras bebía, y la garganta brilló contra la mejilla blanca. Me sentí
débil, mareado, hambriento; mi corazón y mis venas se hicieron un nudo. Sentí que mi mano se
aferraba a la barandilla metálica del palco y que el metal crujía en las junturas. Y ese sonido
suave, estremecedor, que ningún mortal podía oír, pareció clavarme en el sitio donde estaba.
»Bajé la cabeza; quise cerrar los ojos. El aire pareció fragante con la piel salada; e íntimo